Cuando en 1983 apareció La brasa en la mano, Villordo se fue convirtiendo en un personaje público. Salía asiduamente por televisión y daba entrevistas hablando abiertamente sobre su homosexualidad. El libro llegó a sobrepasar los sesenta mil ejemplares en los días de la incipiente democracia. Como parte del destape en cierne, era bastante elocuente.
El relato es una fabulosa cartografía de la sexualidad más o menos clandestina de los años 50 en la ciudad de Buenos Aires, con sus prototipos, códigos y enclaves: los soldados, los “señores” con plata, las plazas y el suburbio con sus ranchos al descampado, la sexualidad del proletariado urbano y suburbano, y los lugares más secretos de mezcla social como los bares portuarios y las paradas de los camioneros.
Cuando Villordo puso este libro sobre la mesa inexorablemente pateó el tablero. Rasgó el velo de su propia literatura, más elusiva y amable hasta entonces, y cruzó la línea del tratamiento sesgado y estetizante que se le había otorgado a la homosexualidad en los círculos de alta literatura de los que él mismo se alimentaba: los desmayados pupilos de Bianco, los lánguidos efebos de Mujica Lainez, se desintegraban literalmente en manos de los personajes de Villordo, donde el sexo ocupaba el primer plano y donde los sentimientos también se decían por su nombre, en un mundo plebeyo que dejaba muy atrás, como en una comarca remota, el deseo que sólo tenía credenciales si estaba legitimado por la Belleza, pagando, en cierta medida, un derecho estético a la existencia.
Claudio Zeiger
La brasa en la mano, por Oscar Hermes Villordo
Cuando en 1983 apareció La brasa en la mano, Villordo se fue convirtiendo en un personaje público. Salía asiduamente por televisión y daba entrevistas hablando abiertamente sobre su homosexualidad. El libro llegó a sobrepasar los sesenta mil ejemplares en los días de la incipiente democracia. Como parte del destape en cierne, era bastante elocuente.
El relato es una fabulosa cartografía de la sexualidad más o menos clandestina de los años 50 en la ciudad de Buenos Aires, con sus prototipos, códigos y enclaves: los soldados, los “señores” con plata, las plazas y el suburbio con sus ranchos al descampado, la sexualidad del proletariado urbano y suburbano, y los lugares más secretos de mezcla social como los bares portuarios y las paradas de los camioneros.
Cuando Villordo puso este libro sobre la mesa inexorablemente pateó el tablero. Rasgó el velo de su propia literatura, más elusiva y amable hasta entonces, y cruzó la línea del tratamiento sesgado y estetizante que se le había otorgado a la homosexualidad en los círculos de alta literatura de los que él mismo se alimentaba: los desmayados pupilos de Bianco, los lánguidos efebos de Mujica Lainez, se desintegraban literalmente en manos de los personajes de Villordo, donde el sexo ocupaba el primer plano y donde los sentimientos también se decían por su nombre, en un mundo plebeyo que dejaba muy atrás, como en una comarca remota, el deseo que sólo tenía credenciales si estaba legitimado por la Belleza, pagando, en cierta medida, un derecho estético a la existencia.
Claudio Zeiger
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